Por Marlina Roh / Argentina
Él caminaba arrastrando los pies; es que el peso que llevaba en su espalda le resultaba insoportable.
Había nacido con unos abultamientos en los omoplatos. Al principio, solo parecían ser unas pequeñas protuberancias, pero con el paso del tiempo no dejaron de crecer y transformarse en algo más.
De pequeño se paraba de espalda al espejo para observarlas y muchas veces se posaba entre dos espejos enfrentados para poder ver mejor su dorso, pasaba los dedos al que tenía enfrente para acariciar los reflejos de esos misteriosos relieves.
Después de su primer década, esas cosas extrañas eran tan grandes que doblaban su peso corporal, se dividían en dos grandes bultos que recorrían desde los hombros hasta la cintura, por un tiempo tuvieron el aspecto de dos bolas amorfas a punto de explotar, pero no explotaron hasta varios años después.
Nadie podía ayudarlo, le decían que operarlas sería muy peligroso, es que su naturaleza era desconocida, pasó por varios médicos y análisis pero solo debía seguir cargándolas él solo.
A sus quince años esos bultos empezaron a tener aspecto distinto, los poros de la piel que los rodeaba estaban hartamente dilatados y de ellos salía una especie de pelusa grisácea, cada vez más tupida. Un par de años más pasaron y unas grietas fueron rasgando los bultos de lado a lado.
El dolor que sentía se desmesuraba cada vez más, su cara era una careta estática de una mueca que recuerda a la pesadumbre del peor momento vivido.
A sus veinte años lo que emergía de las grietas eran más que pelusas, eran prolongaciones queratinosas de distintos tamaño, muy similares a lo que se conoce como plumas.
Estos abultamientos siguieron creciendo, y él continuó cargándolos.
Eran alas lo que cargaba.
Dos hermosas y grandes alas grises, enormes y densas como el plomo.
Él ya no quería cargarlas, no sabía para qué servían, no sabía qué hacer con ellas, nadie lo socorría, eran como otro ser anexado a su cuerpo.
Un día subió lo más alto que pudo de un edificio, ya no entendía el sentido de la carga, ni de la vida, ya no había nada que consolara ese pesar.
Y se tiró.
En esa caída sus alas se desplegaron, se abrieron de par en par, y la aerodinámica hizo lo suyo, planeo por el aire durante horas, su mueca se desfiguró hasta una sonrisa infinita. Él y sus alas fueron uno solo. Ya nunca las dejaría. Vivir volando es la manera más liviana de vivir.