Por Anabel Mica | Argentina
¿Habrá alguna temática más movilizante que escribir sobre la muerte? Con la misma certeza con la que ella se presenta desde el primer momento, respondería –desde mi cultura–, un rotundo “No”.
La muerte es omnipresente, define la condición humana y sin embargo para cada uno de nosotros, e incluso en cada uno de nuestros ciclos vitales, puede tener una connotación diferente.
Cada persona responderá desde su lenguaje verbal y corporal de un modo único y particular a la pregunta: “¿Qué te inspira la muerte?”. Entre esas múltiples respuestas podemos advertir desde un profundo temor, enojo, dramatismo, hasta cierto regodeo y seducción. Y no resulta extraño este abanico de posibles sentimientos asociados, cuando cada uno de nosotros hemos atravesado diferentes experiencias respecto de ella, y fundamentalmente procedemos de una familia y un entorno que ha podido (o no ha podido) simbolizar aquellas pérdidas -reales o imaginarias- desde los recursos con los que contaba.
Simbolizar la muerte refiere a un trabajo activo para poder elaborarla mediante símbolos, significa “poder hacer algo con ella”. Como bien lo sostenía Freud, la palabra, los sueños, la religión, los mitos y fábulas, como también el arte son modos viables de simbolización. En lo que al arte se refiere basta con contemplar alguna obra de Caravaggio, pintor italiano exponente del barroco, quien con un realismo inusual exalta la oscuridad y crudeza de la muerte, incluso en la controvertida representación del cuerpo de la Virgen María (La Muerte de la Virgen, 1606). En Caravaggio, como en tantos otros pintores, escultores, narradores, etc., se observa una activa búsqueda de poder “hacerle frente” a la muerte, al menos artísticamente.
Otra posibilidad es “esquivar” la noción de pérdida trágica e inevitable que ella conlleva por ejemplo mediante la creencia de la reencarnación. Entre líneas podemos advertir un “me voy pero siempre vuelvo”, lo cual de algún modo aquieta, tranquiliza. De esta manera la muerte es concebida como parte de un ciclo necesario para dar continuidad a la vida, o a otras formas de vida. Esta creencia de reencarnación, sostenida por tantas religiones, también constituye un modo de simbolización.
Creamos o no creamos que “algo siempre vuelve”, podemos observar que hay algo que en realidad “nunca se va”, y quizá sea esta la vivencia más cercana a la inmortalidad. Somos eternos de múltiples formas: en nuestro trabajo, en nuestras obras y creaciones, en el desarrollo de un nuevo conocimiento pero principalmente somos eternos en el amor, en los seres que amamos y nos aman, en las palabras, en los abrazos, en los recuerdos compartidos, en un pequeño gesto amoroso hacia otra persona que nos hace trascender.
La muerte tiene una importancia fundamental para la vida: sin la certeza de muerte nadie se ocuparía de ser y hacer feliz a otros. Con la plena consciencia de ella, no debiera de haber celebración, encuentro, pasión, viaje que postergar. En definitiva, aparece para hacernos vivir, para llenarnos de valor y determinación para hacer hoy aquello que nos hace sentir plenos, a sabiendas que –afortunadamente– el tiempo es limitado, pero nosotros seremos siempre seres eternos.