Durante 2020, mi amigo Jesús Meléndez me escribió desde Canadá para conocer mi visión sobre lo que estaba ocurriendo con la pandemia. Recuerdo que dedicamos parte de la conversación a reconocer el mal manejo de los Gobiernos en cuanto a sus medidas y a la información que les brindaban a los ciudadanos, pero luego nos enfocamos en el lado positivo de todo esto: la digitalización de las empresas, la inversión en infraestructura tecnológica destinada a la educación pública, la propagación del conocimiento en lo que respecta al manejo de herramientas digitales en gran parte de la población que no tenía acceso a él por falta de recursos o por simple desinterés. Ahora que recuerdo, estos argumentos (me refiero a los del lado positivo de la pandemia) me sonaron bastantes sólidos como para ponerlos en duda.
No obstante, siempre que hablo sobre tecnología me quedo con una sensación de incomodidad (te invito a ver mi video «Es hora de escribir nuestros propios términos y condiciones» para que tengas una idea de lo que hablo), y parece que no soy el único. El investigador francés Cédric Durand dice al respecto: «Todos las esperaban y las anticipaban [a las tecnologías] como un Mesías restaurador y al final apareció un monstruo». Durand, además, dio esta definición con la que empatizo bastante: «Bajo el manto de una retórica de progreso e innovación se esconde el más puro y antiguo látigo de la dominación. Las nuevas tecnologías son todo lo contrario de lo que prometen». Esto suena a que el feudalismo llegó, enmascarado, a estos tiempos modernos.
Entendamos esto y desempolvemos los libros de historia
Puede definirse el feudalismo como un conjunto de instituciones que crean y rigen obligaciones de obediencia y servicio —principalmente militar— por parte de un hombre libre, llamado vasallo, hacia otro hombre libre, llamado señor, y obligaciones de protección y sostenimiento por parte del «señor» respecto del «vasallo», dándose el caso de que la obligación de sostenimiento tuviera la mayoría de las veces como efecto la concesión, por parte del señor al vasallo, de un bien llamado feudo.
Podemos fácilmente reescribir este concepto así: las instituciones hoy son los gigantes tecnológicos, quienes, tras su configuración, logran el efecto de fidelidad y obediencia pasiva de nosotros los «vasallos», hacia aquellos «señores», las mentes detrás de esas compañías, siendo ellos los responsables de que recibamos apropiadamente un determinado «bien» (plataformas, likes, fans, seguidores, amigos y demás chucherías) que sería el «feudo». Entonces, bajo una máscara amigable que exalta las palabras progreso e innovación, pareciera estar muy visible el histórico látigo de la dominación popular.
De eso se trata el ensayo Tecno-Feudalismo, crítica de la economía digital, de Cédric Durand. Él nos deja claro su posición al decir que el capitalismo se renovó hacia atrás: se instaló en el medioevo con los útiles de la modernidad.
El futuro que nunca debió llegar
En aquella charla que tuve con Jesús, él soltó una frase referida a lo positivo de la digitalización apresurada que, en principio, me cautivó: «El futuro llegó temprano». Hoy, un año y varios libros e investigaciones leídas después, me inclino más hacia la visión poco optimista de esta frase, retrocedimos para volver a un estado de sometimiento virtual, y todo ocurre frente a nuestros ojos.
Y es que toda la industria de la comunicación nos muestra a Silicon Valey como el lugar donde se gesta nuestro futuro, un lugar con un aire sospechosamente positivo, compañías coloridas, gente viviendo una vida eco-friendly, oficinas y horarios distendidos, a tal punto que más de uno se pregunta ¿cómo ganan dinero estas empresas? La respuesta más rápida sería «publicidad», pero luego viene otra pregunta: ¿esos banners que vemos en los sitios web, cajas con anuncios y llamadas a la acción cuestan tanto dinero como para que un puñado de tecno-oligarcas hayan acumulado fortunas jamás igualadas?
La realidad es que son bastante económicos en comparación al costo de los medios tradicionales, solo que, al ser un medio intangible que no se rige por horarios o sectores, sino que es global y abierto 24/7 para todos, hay mucha cancha para que todas las compañías del mundo inviertan y generen así una avalancha de dinero incalculable. Todo esto ¿por qué? Porque la actual e indetenible digitalización de las sociedades nos ha regresado a un estado de esclavitud, dependencia y manipulación «cool» en el que se ha dado luz verde a toda clase de monopolios digitales, que son los que escriben cada día nuevas maneras de someter a quienes tengan acceso a sus plataformas y los que diseñan nuevos planes para convencer a los escépticos de que este es el camino de progreso para la humanidad.
La tecnología que sí es importante
Cuando hablamos de avances en la cura de enfermedades, de gestar planes de producción de alimentos para erradicar el hambre del planeta, de lugares donde se ejecutan acciones de energía sustentable para revertir el calentamiento global, ahí, estamos hablando de tecnología y de progreso, todo lo demás son herramientas al servicio de los objetivos de quienes las diseñan o las financian, por más que se encuentren protegidos por un falso halo de neutralidad, creatividad y felicidad.