La lengua es un organismo vivo y, como tal, lucha de fuerzas encontradas, mutación, proyecto permanente. Desde este punto de vista, el español actual ofrece la imagen de una lengua en efervescencia, caldeada y agitada por presiones de todo tipo, una lengua que avanza hacia no sabemos dónde. Sin embargo, vale decir que, en un organismo tan singular y complejo como lo es la lengua, ni siempre triunfa lo nuevo ni siempre pierde lo viejo.[1]
Sabemos que la lengua ideal, estándar o culta no siempre se corresponde con los hechos reales del habla, salvo si ella misma cambia, es decir, si verdaderamente se actualiza. De esto podemos inferir que todo cambio —por más imperceptible que sea— supone una alteración de valores, ya sea por innovación, ya sea por desuso. La lengua es como una cinta que se va destrabando por uno de sus extremos (los puntos obsoletos) y urdiéndose por el otro (los puntos innovadores). La lengua, por lo tanto, es presente absoluto, al igual que nuestras vidas.
Sobre este «trenzar y destrenzar», es decir, sobre lo que nace y surge en la lengua (y también sobre lo que en ella muere) se ha centrado hace tiempo el interés de lingüistas y gramáticos. En efecto, este es un tema que viene estudiando la gramática descriptiva, disciplina que, con testimonios verídicos de sujetos hablantes, puede deducir con exactitud un determinado estado de la lengua.[2] Situado en el límite entre la abstracción «lengua» y su mutación (por innovación o desuso), la gramática descriptiva sirve también para iluminar el estado de la lengua en épocas pasadas; así como, a la inversa, este último puede ayudar a dilucidar el actual; y unos y otros, los futuros.
Por otra parte, sabemos que el uso lingüístico no se regula por decreto, que son tan disímiles las fuerzas que operan en el lenguaje que la RAE y la ASALE lo único que pueden hacer es orientar a los usuarios vacilantes o proponer soluciones que pueden llegar incluso a desoírse a la hora de lidiar con un uso no consolidado.
Sabemos, además, lo difícil que es emprender cualquier investigación sincrónica de la lengua sin que se establezca qué es lo que aparece sedimentado, qué es lo que está a punto de desaparecer y qué es lo que aparece por primera vez. No hay duda tampoco de que algunos de los componentes de nuestra lengua están siempre en fermentación, sufriendo la metamorfosis que los volverá en algún momento asimilables, claro, siempre y cuando dicha metamorfosis sea pertinente para el sistema y se dé de abajo hacia arriba.[3]
En suma, sería poco menos que un error imaginar a nuestra lengua como una entidad fija y estática.[4] Lo aconsejable es pensarla como un organismo en constante efervescencia, imagen que, en definitiva, nos permite visualizar una lengua vigorosa a la que, por su propia fuerza interior, le resulta imposible mantenerse dentro de los límites que, convenientemente, le fueron concedidos en cierto período de su historia.
[1] El sistema de la lengua, si bien es permeable a los cambios, es también refractario a cualquier elemento que opere caprichosamente en contra de su estructura gramatical, estructura que responde tanto a una lógica interna como a su propia historia.
[2] Véase Ignacio Bosque y Violeta Demonte (directores). Gramática descriptiva de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe S.A., Real Academia Española, colección Nebrija Bello, 1999.
[3] Los cambios que propone el lenguaje inclusivo, por poner un ejemplo actualísimo, no son ni pertinentes para el sistema ni se dan de abajo hacia arriba. No son pertinentes para el sistema no solo porque atentan en contra de estructuras gramaticales profundas al rechazar al masculino como género no marcado o al proponer neutros que nuestra lengua no posee, sino también porque vulneran el principio de economía del lenguaje al proponer innecesarios y trabajosos desdoblamientos; no se dan de abajo hacia arriba porque no se trata de cambios naturales y espontáneos registrados en una mayoría considerable de hablantes, sino de cambios pensados por un grupo reducido y específico. Es por eso por lo que el lenguaje inclusivo difícilmente supere la categoría de argot, el argot de gente que se identifica con cierto tipo de activismo.
[4] Este es el error en el que, sin ir más lejos, incurren aquellos que confunden la lengua con la preceptiva, y que no casualmente son los mismos que objetan las actualizaciones o modificaciones de los textos normativos (Gramáticas, Ortografías, Diccionarios).