Desde muy temprana edad (16 años) decidí incursionar en el medio radial. Asistiendo a distintos castings para ser voz de las emisoras radiales más importantes, descubría un mundo que me atraía y del cual quería formar parte. Fui seleccionado por una de ellas, aun sin haber iniciado mis estudios de Comunicación Social. Tras asimilar la noticia, comenzó la práctica de aquel ejercicio apasionante.
Dentro de las responsabilidades que asumí estaba mantener el espacio radial que me había sido asignado con patrocinios que yo mismo debía buscar. Podrán entender que, con mi edad, resultaba difícil acostumbrarme a las cuestiones relacionadas con tarifas, presupuestos, porcentajes, etc. Y, sumado a eso, sentía que no poseía los conocimientos necesarios para explicarle a un posible anunciante los maravillosos beneficios que obtendría si apostaba a la publicidad radial.
Así que no tuve más remedio que apelar a mi instinto. A pesar de haber recibido una ligera instrucción por parte del directivo de la emisora que me eligió, tomé ejemplos y observé cómo lo hacían mis compañeros. Lo primero que hice al «pisar calle» fue visitar a los que yo consideraba serían mis posibles anunciantes (se trataba de ensayo y error). Luego de un tiempo sin obtener resultados positivos comencé a darme cuenta de cuáles eran las debilidades de mi discurso de venta. Para entonces, mis primeras visitas a los futuros anunciantes las hacía provisto de un material informativo que me había facilitado la empresa, siendo este bastante pobre en contenido, pues solo mostraba nombres de programas, horarios y cifras apenas ilustradas con el logo de la radio. Esto hacía que mi presentación fuera más larga, plagada de justificaciones que se iban por las ramas. Fue entonces que decidí producir mi propio material para vender.
Comprendí que lo que la mayoría de mis posibles auspiciantes querían era síntesis. Lo visual vende más. Cuando vamos a una tienda nos acercamos a los productos que tienen más ilustración, en los que colores y formas se unen para ofrecer un espectáculo atractivo a nuestra vista de comprador. Entonces, basándome en esa teoría, usé mi todavía precario conocimiento de diseño gráfico, pude plasmar, luego de horas de trabajo, un material que resumía perfectamente mi discurso.
En las aguas del ejercicio de vendedor flota una idea que dice que, cuando haces tu primera venta, el resto llega fácilmente. Tuve la oportunidad de comprobar esa teoría.
Recuerdo el momento en el que concreté mi primer trato. Habían pasado un par de meses desde que comencé con mi ataque comercial, y no había obtenido aún ningún resultado. Por fortuna, pude dar con el dueño de un centro comercial de mi ciudad. Este personaje recorría cada tarde los pasillos de su empresa, supervisando, coordinando y disfrutando de su propiedad. Cuando logré una cita con él, usé todo el arsenal que me había memorizado semanas atrás, logrando captar la atención de este posible inversor. Para el final de la primera reunión me pidió que nos volviéramos a ver y que para entonces me daría una respuesta definitiva. Podrán imaginar lo que significó para un chico de 16 años sin nociones de comunicación ni marketing escuchar esas palabras. Lo que sucedió los días, semanas y meses siguientes fue un desastre. Este candidato no se presentó en la segunda reunión. Tampoco contestó mis llamadas telefónicas. A pesar de haberme acercado a su oficina más de un par de veces sin avisar, el hombre siempre se hacía negar.
Una tarde, mi optimismo me llevó a tocar de nuevo la puerta de su despacho. El ejecutivo, sin pudor, mandó a su secretaria a decirme que «no estaba». Así que me retiré. Sentí decepción y desilusión. En el trayecto, me topé con lo que parecía una inauguración. Se trataba de un restaurante. Lo miré y, consumido por la inseguridad tras haber recibido negativas durante mucho tiempo, decidí continuar mi camino.
Una calle más adelante, tras haber meditado sobre la situación, tomé valor y regresé a aquella apertura. Con la actitud que merecía la ocasión, y acompañado con aquel material de venta hecho en casa, me senté junto a los dueños. Estos eran jóvenes que, al igual que yo, estaban llenos de sueños y anhelos, en su caso, por su primera empresa; en el mío, por mi primera venta. Esa tarde logré que firmaran el primer contrato para patrocinar mi programa radial.
Lo que sucedió luego de eso fue que logré comprobar que rendirse debe ser la última opción. Hoy me pregunto qué hubiera sido de esta historia de no haber tenido yo las agallas para regresar a aquella inauguración. Perseverancia.
*Texto incluido en El tiempo y el lugar de las cosas.