Abajo del parral por fin encontraron una sombra generosa para tanto calor. Las abejas andaban desquiciadas y zumbaban al pasar, y, con el diario enrollado, Nicanor trataba de espantarlas, ya que realmente eran molestas. Habría sido media tarde, entre las tres y las cuatro, porque no volaba un alma. Todo el mundo estaba durmiendo la siesta, todos menos Nicanor y su abuelo que se miraban como dos desconocidos. El viejo cerraba un ojo porque tenía cataratas, y con un pañuelito se secaba la frente y el cuello. Nicanor se comía las uñas y sostenía el rollo del diario con la otra mano.
—Calor de mierda —rezongó el viejo, harto del parral, de las abejas y del verano.
—Calor, sí —asintió el nieto—. Capaz mañana llueva y refresca. Ojalá.
—¡Puff!
—¿Viste esa red social LinkedIn?
—No.
—Son unas páginas de internet para profesionales —empezó a explicar Nicanor mientras se acomodaba en la silla—que te escrachan porque muestran toda tu información. Cualquiera tiene acceso, seas o no empresa. Así y todo conseguí mi trabajo. Es increíble, ¿no?
El abuelo levantó las cejas y no le respondió. No le interesaba para nada lo que su nieto le estaba contando. Quizás deseaba andar acostado, con el ventilador rechinando, durmiendo una buena siesta. Después agregó:
—¿A qué viniste?
—¿A qué vine? A visitarte, abuelo…
—¡Bah!… —y negaba con la cabeza—. Ma’ claro…
—Abuelo, pensé que tal vez…
—No, no. ¿Cuánto hace que no me visitas vos? Acá me la paso, soportando los lamentos de tu abuela y nadie viene a verme. Nadie me llama para saber cómo ando, si me curé de la gripe, si necesito algo. Desagradecidos… ¿Así me pagan? —Ahora el viejo empezaba a enojarse porque la mirada le había cambiado y los ojos estaban repletos de furia. Pegó un manotazo al aire y sin querer rozó a una abeja que le andaba zumbando el oído—. Acá solo vienen cuando necesitan algo. A ver, decime qué necesitas… Mirá el tiempo que pasó que ya me había olvidado de tu cara, nene. Pss… Ma’ qué…
—No, abuelo, yo vine ayer…
—¿Abuelo? ¿De quién? A los abuelos se los visita, se los llama, se les preguntan cómo andan…
Silencio en el jardín. Había unas chicharras que crispaban con furia cerca de un limonero. Los gritos del viejo habían llamado la atención, y enseguida apareció una enfermera grandota de unos cincuenta años preguntando: «¿Qué son esos gritos?». Y mientras esperaba la respuesta se arremangaba la camisa. Notó que los ojos de Nicanor estaban quebrados de lágrimas, pero que hacía un esfuerzo terrible para que nadie se diera cuenta. Se acercó al oído y susurrando le comentó algo. El abuelo continuaba negando con la cabeza, quizás ofuscado, y balbuceaba o maldecía o puteaba, pero movía los labios y miraba para cualquier lado. Nicanor se levantó y enfiló para el baño, cerquita nomás del parral. Volvió con la cara lavada y, un poco más tranquilo, se quedó parado observando cómo el sol golpeaba sin piedad el panal de abejas, que revoloteaban por ahí. El viejo lo miró con asombro y le preguntó:
—¿Y usted quién es?
Nicanor bajó la cabeza y refregó sus ojos, otra vez irritados de llanto. Abrió la boca como queriendo responderle algo, pero entendió que no tenía sentido. La mujer le puso una mano en el hombro y, sin mirarlo, le sonrió; después se acercó al viejo, lo acomodó en su silla de ruedas y se lo llevó para adentro, porque seguramente sería la hora del té.